La cerveza de las 19:30

Fumas a escondidas porque le has dicho a todo el mundo que lo has dejado. Son las siete y media de la tarde. No hace ni frío ni calor. Los más graciosos dirían que estamos a cero grados. Detestas a ese tipo de gente. Los del chiste fácil. No importa. Sacas una cerveza del frigorífico. Una lata de medio litro. Acabas de leer un relato de Bukowski y te sientes preparado para odiar a todo el mundo. Tu mujer te lo dice continuamente: «No te gusta nadie, cariño». Tienes suerte de no estar solo del todo. Abres esa cerveza y la echas en un vaso. Te has vuelto un poco concheto para beber. Antes no te hacía falta otro recipiente que no fuese la lata. Los tiempos cambian. Tienes puesto un disco de Stoner train. Eso sigue estando igual. Eres el mismo. Te gusta leer cosas como «que te jodan» o «vete a la puta mierda». Eres seguidor de lo políticamente incorrecto. Te adaptas, no digo que no, pero en realidad te tira el Realismo Sucio. Prosigues. Te bebes rápido esa primera lata. Fumas. Te gusta fumar. Sabes que puede matar, pero de ahí al despliegue de fotos de los paquetes de tabaco hay un trecho demasiado amplio. Abres un nuevo documento. No sabes muy bien qué vas a escribir hoy. Puede ser un relato. No tienes ni idea. Algunos etiquetan tus textos como reflexiones, y eso te hace pensar. Te frustran las etiquetas. Son basura. Hoy en día se usan para todo. Continúas. Titulas tu texto «La cerveza de las 19:30». Todo cuadra. En cierto modo siempre ha sido igual. Antes de sentar la cabeza pasabas las tardes bebiendo y fumando con los colegas del barrio, criticando el mundo, renegando de la sociedad. Ahora estás solo en casa. Te imaginas que hay un amigo a tu lado. Sonríes de vez en cuando. Y escribes como si hablaras con ese amigo imaginario. Puede ser que la locura ya esté demasiado instaurada, pero no te importa. Eres una especie de Gran Lebowski de barrio madrileño. Un tipo tranquilo y chistoso con pinta de perdonavidas. En cierta ocasión, un chaval marroquí te dijo que parecías un mafioso de película y que la gente te tenía miedo. Apuntas eso mismo en el documento. Te ríes al hacerlo. Tus carcajadas se mezclan con las harmónicas de Stoner train. Es cierto que no llevas una vida especial. Eres una persona rutinaria. Es mejor así. De otra forma ya no estarías vivo. Seguro que habrías acabado en un callejón con veinte puñaladas en un costado y la cartera vacía. Por suerte ahora estás ahí, sentado en tu escritorio, fumando y bebiendo. Ya llevas tres latas de medio litro. El poder está en ti. No te sientes orgulloso de tener que beber para perder el miedo a la vida, simplemente lo tienes asimilado. Piensas en todas esas cosas mientras escribes. Igual no es un relato lo que estás haciendo, pero tampoco es una reflexión. Sueltas tu furia, o lo que sea. Y si no plasmas otra realidad es porque caerías en plagio. En realidad querías escribir una especie de monólogo relacionado con cierta escena de «La última noche», de Spike Lee. No es que te guste el director, pero la escena es una maravilla progresiva, crítica y satírica. Lo que empieza con un «Fuck you» acaba en un «Fuck everyone». La escena te hace visualizar tu propia vida. Sí, ¿por qué te tienes que joder? No tiene sentido. «¿Me tengo que joder? ¡Y una mierda!», te dices imitando a Joe Pesci mientras abres tu cuarta lata. Y eso no es todo. La tercera sesión de humo privado viene de camino. Ahora estás en tu particular séptimo cielo. Ya no importa nada. ¿No le gusta tu texto a nadie? Que se jodan. Eso piensas. Eres demoledor, una X en la casilla «Total Destrucction». Intentas no ser un amargado. Algo demasiado complejo en los tiempos que corren. El concepto «culo plano de sofá» no va contigo. El resto puede esperar, incluida la abeja muerta que hay en la mesa del patio.

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